El otro día leí una cita, atribuida a Bertolt Brecht, que decía con preocupación que «¿qué tiempos son estos en los que hay que defender lo obvio?» Me pareció una frase absolutamente perfecta para describir la política española de los últimos años. En verdad, estamos inmersos en una era donde no sólo nos vemos forzados a defender cosas evidentes, sino que además solemos fracasar en ello.
Por ejemplo, parecía cosa evidente que la mentira era algo deplorable y, sin embargo, tenemos un presidente que ha soltado 1.001 mentiras y hay gente que se traga eso de que «ha cambiado de opinión».
Parecía cosa evidente que la defensa de España era algo natural y propio de los grandes partidos nacionales y, sin embargo, el PSOE ha decidido abrazarse a todos los nacionalismos periféricos que quieren despedazar nuestro país.
Parecía cosa evidente que antes de que te perdonen debes estar arrepentido y, sin embargo, el gobierno va a amnistiar a golpistas que abiertamente dicen que volverán a delinquir.
Parecía cosa evidente que el terrorismo es el mayor enemigo de la democracia y de España y, sin embargo, el partido en el gobierno pacta con los herederos de ETA alegremente y sin consecuencias.
Parecía cosa evidente que el comunismo es una ideología asesina que sólo genera muerte y miseria y, sin embargo, tenemos ministros orgullosamente comunistas.
Parecía cosa evidente que al gobierno de turno le debería interesar tener una economía fuerte y, sin embargo, lo único que hace este gobierno es atacar a los empresarios, subir impuestos, aumentar la regulación y abiertamente abogar por las teorías del decrecimiento.
Por Dios, si no hay nada más evidente como que existen los hombres y las mujeres y, sin embargo, se ha aprobado por ley que eso no es así.
Debería ser bastante fácil defender estas y otras realidades básicas y, sin embargo, contamos con un gobierno socialista-comunista-independentista que no sólo ha hecho todo lo anterior sino que, de haber elecciones mañana, lograrían más de 10 millones de votos entre todos. Algo va mal, tremendamente mal, cuando no somos capaces de defender lo evidente.
Es cierto que existía un problema intrínseco: que parecía una pérdida de tiempo. No se sentía ninguna necesidad de defender cosas obvias. Se daban por supuesto, como su nombre indica. Esto implica que, por lógica, no ha existido ningún esfuerzo proactivo por reivindicar aquellos consensos básicos y aquellas ideas probadas sobre las que basábamos nuestra convivencia.
«Parecía cosa evidente que el terrorismo es el mayor enemigo de la democracia y de España y, sin embargo, el partido en el gobierno pacta con los herederos de ETA alegremente y sin consecuencias»
Sin embargo, en política o marcas la agenda o te la marcan, y hasta lo obvio puede sucumbir si no se refresca su validez de tanto en cuando. Hemos pecado del «efecto espejo», es decir, de pensar que todos actuaban bajo las mismas premisas que nosotros. Pero con el auge de las nuevas narrativas postmodernistas, que fundamentalmente quieren volar por los aires todos los consensos previos, lo evidente ha sido puesto en evidencia, valga la redundancia.
En efecto, tiene sentido intelectual que la izquierda haya emprendido esta aventura de negar las cosas obvias, pues su ala más radical, el ala que por desgracia lleva la iniciativa cultural, es efectivamente postmodernista. Principalmente, la premisa postmodernista se basa en la idea de que no existen absolutos, sino que todo es relativo o, más bien, todo es una construcción social impuesta por el grupo dominante. Por «todo», los postmodernistas se refieren, literalmente, a todo: no hay una realidad objetiva, no hay valores objetivos, no hay una bien y mal absolutos y no hay verdad. Cualquier concepción que se tenga sobre estos temas es siempre una imposición de un grupo de poder sobre los demás, con el fin expreso de perpetuar esa jerarquía.
En este sentido, esta izquierda radical (el wokismo global o el sumatorio podemita local) teje una narrativa clara: las sociedades occidentales están expresamente articuladas para perpetuar el dominio de un grupo sobre los demás, que viven oprimidos bajo la jerarquía dominante. En particular, el grupo dominante es el del hombre rico blanco heterosexual.
A muchos nos parece evidente que no es así, y que nuestra convivencia no se basa en una eterna lucha de poder para que unos dominen a otros. Sin embargo, el mensaje postmodernista va calando. Los ataques a la «casta», los gritos contra el heteropatriarcado, la ideología de género, la demonización de Amancio Ortega y los empresarios, y el resto de las consignas podemitas se enmarcan precisamente en esta narrativa, y claramente han tenido recorrido.
Pero, además de por sus raíces intelectuales, la izquierda ha comprendido que ir contra lo evidente es una táctica política de lo más eficaz. Normalmente, suele coger al rival político a contrapié y a la defensiva. Alguien puede prepararse a fondo una discusión, pero es fácil pasar por alto llevar argumentos para defender lo obvio. Si alguien de repente se le pone a usted a discutir si 2+2=4, ¿cómo respondería? Muchos argumentos no caben, pues precisamente aquello evidente se define por no necesitar pruebas para saberse cierto.
Por ejemplo, la izquierda puede llamar a la derecha fascista, franquista, retrógrada; puede decir que los de derechas quieren que los pobres se mueran, que los trabajadores no tengan derechos, y que los enfermos no tengan cuidados. Pueden hacer escraches, pueden reventar actos y pueden insultar a todo el que disienta. Hacen todo eso, con total desfachatez, pero luego aseveran con tranquilidad que «la derecha sólo insulta y crispa». Claro, ante la flagrante negación de toda realidad, es fácil quedarse sin palabras. Es tan descarado que es tremendamente poderoso.
Lo más grave del asunto es que mientras andamos despistados en el juego del rival, nos distraemos de defender otras cosas. La izquierda domina a la perfección esa vieja táctica de los magos, la distracción: mientras mueven la mano derecha, con la izquierda te dan el cambiazo.
Mientras nos revolvemos recomponiendo nuestra defensa de lo que creíamos que eran acuerdos básicos, Sánchez se perpetúa en el poder. Coloniza las instituciones clave del Estado, empezando por el poder judicial. Compra a los medios con publicidad institucional. Coloca amiguetes y partidistas por doquier, en empresas públicas, consejos, embajadas y cargos. Aumenta el endeudamiento público desmesuradamente. Otorga ayudas y subvenciones a todos sus grupos de interés y a todos los chiringos que contraten a sus fieles. Y se une con todos los enemigos de España, pues en el fondo su objetivo es el mismo: arramplar con lo que puedan, mientras puedan.
El saqueo de España ha comenzado. Aunque es evidente, hay que decirlo: no podemos permitirlo.