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La explosión trans y las nuevas generaciones

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Hace unas semanas, ya hablé en estas páginas de la ideología trans a propósito de la soldado Francisco. Hoy, me gustaría tocar una de las tangentes más sorprendentes de este reciente fenómeno trans, que es su viralización en la población joven.

En el año 2018, la Dr. Lisa Littman acuñó un nuevo término: rapid-onset gender disphoria (ROGD). Este término hacía referencia a un fenómeno nuevo que no tenía aparente explicación: el auge exponencial de niñas adolescentes que se autodefinían como trans, sin nunca antes haber mostrado ninguna indicación, y además lo hacían crecientemente en grupo, junto con sus amigas.

Los números no engañan. En muy pocos años, los casos de adolescentes declarándose trans han crecido exponencialmente. En Estados Unidos, el número de cirugías de género entre 2016 y 2017 se ¡cuadruplicó! El New York Times explica que el número de adolescentes que se consideran trans se ha duplicado en los últimos años. En el Reino Unido, en 2018 un estudio observó un incremento de ¡4.400%! con respecto a la década anterior de niños referidos para tratamiento de género. En Canadá, Finlandia, Suecia y otros países, los datos también habían crecido exponencialmente. En España, no hay números precisos pero los que hay parecen indicar que la tendencia trans está en aumento, aunque en total es de pequeña escala.

¿Qué les pasa a estas nuevas generaciones? ¿Por qué la ideología de género ha tenido tanto recorrido, especialmente en la franja de edad tan concreta de la adolescencia? ¿Cómo es posible que tal cantidad exponencial de jóvenes se estén viendo atraídos por esta ideología que les hace renunciar a algo tan básico como su biología? No cuadra con ningún registro histórico, que solía cifrar la población con disforia de género entre el 0,01%-0,6%.

En mi opinión, lo que ocurre en Occidente no es un problema de identidad de género, sino de salud y estabilidad mental. Nuestras sociedades tienen serios problemas de estabilidad mental en la población adolescente; problemas que escalaron por culpa del COVID. En los últimos años, los datos de suicidios, autolesiones, depresiones, ataques de ansiedad y otros indicadores de profundo malestar no han dejado de crecer alarmantemente en la mayoría de los países occidentales: Estados Unidos, Reino Unido, Canadá y España, por citar algunos.

«Vivimos en una sociedad en el que se prima la victimización»

Muchos factores pueden explicar esta triste, tristísima realidad. Por empezar por el más político de ellos, hay que comprender que la narrativa woke es tremendamente peligrosa para los jóvenes: por un lado, se victimiza a la mujer y se le dice que está subyugada; y, por el otro, se ataca toda forma de masculinidad como tóxica. Mujeres víctimas y hombres malos… No es raro que ciertos adolescentes, en una época de cambio y descubrimiento, renieguen de esas categorías tradicionales que aparentemente no les aportan mucho. Pero esa renuncia no viene libre de consecuencias, y no trae estabilidad mental o emocional… ¿quién eres, pues?

Otro factor político-social es que vivimos en una sociedad en el que se prima la victimización. Entre el auge de la narrativa postmodernista, que analiza todo en torno al binomio opresores-oprimidos, y una predisposición cristiana a cuidar del más débil, nuestras sociedades tienen en mayor consideración a esas minorías o personas oprimidas. Así, tendemos a dar mayor estatus social, voz y reconocimiento a las víctimas.

El problema es que cuando se valora algo, se genera un incentivo para que la gente lo alcance; en este caso, hay una carrera en nuestras sociedades para considerarse víctima y oprimido, para así ganar en poder y reconocimiento. Nadie quiere ser de la mayoría opresora, especialmente de la mayoría blanca, o patriarcal, o capitalista, o heterosexual. Y, llegados a este punto, tampoco de la mayoría cisgénero. Lo curioso es que nadie puede cambiar su color de piel o su raza (de momento…) pero cambiar el género es algo que se ha vuelto muy fácil.

La mejor manera de ganar puntos de víctima en el momento actual es declararse trans. Y la forma más tramposa y cobarde de declararse trans es decir que eres «no binario». Así, instantáneamente, sin ninguna necesidad de transición social o médica, sin cambio de ningún tipo, automáticamente eres el más moderno del lugar. Puro postureo y narcisismo, sí, pero propio de la adolescencia.

«La cultura de sobreprotección de los niños está creando generaciones cada vez más frágiles»

Pero claro, ser víctima es lo contrario a ser independiente, libre, autónomo. Sentirse víctima lleva a la desesperación, pues hace pensar que nada está en tus manos, que nada que puedas hacer va a resultar en algo bueno en tu vida. Creerse víctima no genera ningún tipo de estabilidad mental o emocional.

Un tercer factor social que contribuye a estos problemas puede ser la imperante cultura de sobreprotección de los niños (tanto a nivel físico como intelectual o moral). Esta sobreprotección está creando generaciones cada vez más frágiles, como apunta el profesor Jonathan Haidt, pues se basa en una idea de seguridad de los niños que va más allá de la seguridad física y psíquica para incluir la esfera «emocional».

Este nuevo concepto implica, en la práctica, una completa protección a las nuevas generaciones sobre cualquier crítica, idea, argumento o pensamiento que ellos no quieran escuchar, pues escuchar algo que uno considere, subjetivamente, ofensivo es considerado violencia. El auge de los llamados «espacios seguros» en las universidades es la prueba más palmaria de esta tendencia.

Haidt considera que las personas somos «antifrágiles», copiando el término de Nicholas Taleb. Es decir, en oposición a las cosas frágiles, la antifragilidad implica que algo, sometido a estrés y presión, se vuelve más fuerte en lugar de romperse. Los seres humanos, igualmente, nos volvemos más duros al atravesar relativas dificultades. En opinión de Haidt y su colega Greg Lukianoff, «la obsesión moderna por proteger a los jóvenes de siquiera sentirse inseguros es una de las mayores causas del auge de suicidios, depresión y ansiedad».

«Las redes, especialmente entre los jóvenes, incentivan el narcisismo y generan ansiedad»

Otro factor de inestabilidad en los adolescentes sobre el que Haidt ha escrito ampliamente son las redes sociales. En el tema trans, en particular, autoras como la Dr. Littman o Abigail Shrier ya documentaron cómo una mayoría de las adolescentes que de repente se declaraban trans habían pasado inmersas en redes sociales una desmesurada cantidad de tiempo.

Parafraseando a un famoso locutor, sin ánimo de ser exhaustivo, los males de las redes, especialmente para los jóvenes, son los siguientes: incentivan el narcisismo y las ganas de destacar, consiguiendo posts o fotos virales; generan ansiedad o incluso depresión, al ver cómo uno no es tan popular como le gustaría; incentivan el tribalismo, pues fomentan la lucha y la oposición como forma de conversación; crean adicción; y dan acceso a estos jóvenes a todo tipo de contenido, sin filtros ni trabas.

No es casual que la ciudad de Nueva York, hace pocas semanas, haya presentado una demanda contra las grandes empresas de redes sociales por «alentar una crisis de salud mental». Haidt, en su nuevo libro, aboga abiertamente por prohibir a los niños tener smartphones hasta los 14 años y redes sociales hasta los 16.

Honestamente, visto el panorama al que se enfrentan, es comprensible que las nuevas generaciones estén teniendo dificultades para lidiar con la realidad. El fenómeno trans no es sino un escape a este problema, algo que convierte a un adolescente en especial, transgresor y víctima al mismo tiempo; es decir, todo lo que está buscando, todo lo que la sociedad actual parece alabar; y todo lo que alimenta su narcisismo adolescente, exponencialmente multiplicado en redes.

Lo normal es que estos adolescentes avancen por la vida y vayan perdiendo sus miedos, y encontrándose a sí mismos, como todos hicimos. Pero, claro, si por el camino un pseudo-culto de género le ha atrapado y convencido de que su identidad es trans, y ha tomado decisiones como vivir durante años aparentando ser otro de otro sexo, inyectarse hormonas o mutilar su cuerpo, pues las consecuencias pueden ser –son– irreversibles.


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